viernes, 2 de febrero de 2018

geometrías nazaríes




El aire de la calle lleva amoniaco y dixie. The Monkeys se ganan el pan amenizando el almuerzo de los guiris en la calle Granada. Bajamos a la Alcazaba. En la entrada al Paseo por la Catedral hay una majestuosa ceiba (chorisia o palo borracho) cargada de verdes cotorras. Aquí les llamamos periquitos, Málaga está llena. Este árbol lleva aquí unos veinticinco años. Hay uno mayor allí al principio, yo lo conozco desde que nací. (Parece que lo hombres que negociaban en América la trajeron de Argentina en el XIX).

Pasamos la mañana en la Alcazaba, esta especie de simulador del Edén a base de patios sombreados con vistas. Una suerte de vergel privado. Flipo en este laberinto de geometrías orientadas al placer, a la felicidad. Los arcos imposibles, el juego de niveles, el diseño de los suelos como estampados de telas, combinando formas, tonos, colores y texturas, el complicado juego de la vegetación. Me entretengo dibujando sin prisas. No hay ninguna razón para no quedarse. Mas tarde nos sentamos en lo que queda del teatro romano.

Entre el Edén nazarí y la ciudad, los arquitectos han diseñado un paseo desolado, sin alma. Subimos Amor de Dios y, cerca de casa, nos tomamos unos fritos en La Peregrina Centro. Alertados de que la comida de los locales barateros de estudiantes es generosa pero de dudosa calidad, ésta parece una mejor opción.

En La Cueva tomo café mirando desde sus grandes escaparates los movimientos de la calle y sus palmeras mientras una señora le cuenta TODA su vida a una joven atónita.

Bajamos al Paseo de la Alameda. Junto a la placa de algunas calles, alguien ha puesto unos mosaicos de marcianos pixelados. En el 18 está la Antigua Casa de Guardia, una vieja taberna de más de 200 años, llena de vinos en barricas. Bebemos moscatel y cerveza, mientras el camarero me hace la cuenta con tiza sobre el mostrador de madera. Salvador lleva una moña en lo alto de la cabeza, los laterales rapados y una barba pelirroja. Con la manga de la chaquetilla levantada, luce un faro con dos palmeras tatuados. Manolo se quita las gafas para verse y acerca sus ojos a unos milímetros de mi dibujo. Nos invitan.

Cenamos de maravilla en un japo en a Plaza de la Merced. No recuerdo unos makis como estos del Suhi Teppanyaki. Al salir dos curritos cargan una nevera sobre la baca de una furgo, con clara dificultad. En un portal cercano una pareja elegante usa el teléfono. En unos segundos, la chica, con shorts negros y largas piernas terminadas en largos tacones, está entre los dos curritos sujetando y empujando el cacharro infame. Los moradores ganan por puntos a la ciudad.

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